Aunque el 46,7% de la fuerza laboral en los Estados Unidos son mujeres, solo un 15% de las posiciones ejecutivas son ocupados por mujeres y únicamente un 3,6% ocupan el puesto de CEO (director ejecutivo).
Es aceptado que las discriminaciones formales –normas explícitas– que impedían la contratación y promoción de las mujeres en las organizaciones son cosa del pasado y han sido eliminadas de las prácticas empresariales. Esto es cierto en las economías más desarrolladas y es progresivamente cierto en nuestras economías.
No obstante, ahora se habla de discriminaciones de segunda generación.
Según Robin Ely, de Harvard Business School (HBS), estas no son deliberadas, pero siguen siendo un verdadero obstáculo a la inclusión de la mujer en el mundo empresarial. Señala, por ejemplo, que se reconoce a las mujeres ser más amigables, más emotivas, y menos egoístas. Y, sin embargo, estos atributos parecen ser inconsistentes con un modelo de liderazgo construido mayormente por varones, en que se privilegia la excesiva confianza personal, la asertividad y la frialdad de carácter, rasgos atribuidos a la predominancia del varón.
La mujer que sigue ese modelo imperante y busca avanzar en su carrera profesional desarrollando comportamientos masculinos se percibe como agresiva e invasiva en lugar de asertiva; como arrogante y orgullosa, en lugar de segura de sí o, como insensible, en lugar de madura.
Estas barreras culturales llevan con frecuencia a que la mujer se repliegue en la evolución hacia los puestos de alta dirección, empobreciendo y limitando la evolución de la organización.
Cambio más profundo
Desde esta perspectiva, el tema es mucho más profundo, pues no se trata de cambiar políticas o normas, sino de modificar paradigmas culturales y modelos educativos, formas de pensar arraigadas por generaciones en la mente de las personas, ellas y ellos.
No se trata de masculinizar o feminizar a las empresas. Se trata de promover un nuevo y enriquecido modelo de liderazgo, basado en la complementariedad e incorporación de la diferencia, más justo y que permita un mayor y más sostenible desarrollo social.
Los varones tienden a distanciarse de los detalles concretos de la vida y se concentran más en el seguimiento de prácticas, en la orientación a resultados o en las relaciones causa-efecto. Esto lleva a un modelo de dirección con ciertos niveles de dominio, competencia o agresividad que no es necesariamente el mejor. La mujer aporta mayor atención a los temas de calidad, imagen y diseño, y suele facilitar la integración de equipos de mayor diversidad y compromiso personal.
De acuerdo con Deborah Kolb, profesora del instituto Mujer y Liderazgo del Simmons College School of Management y autora del libroHer Place at the Table: A Woman’s Guide to Negotiating the Five Challenges of Leadership Success , se deben cuestionar los supuestos que tenemos en las organizaciones sobre quién es el “líder ideal” y cómo se evalúa el compromiso.
Es un error pretender que la mujer siga los patrones masculinos para aspirar a los posiciones de alta dirección. Estos patrones históricos encasillan a la mujer dentro del trabajo del hogar y la educación de los hijos, y al hombre como el responsable de buscar el sustento, y protagonizar los roles políticos y públicos. Estos mismos patrones erróneos llevan a que, cuando lo mujer asume un trabajo profesional externo, lo hace bajo esquemas masculinizados, que no valoran el aporte de sus rasgos específicos.
La mujer no solo es la solución al gran problema del talento, sino que, además, es la solución al problema de liderazgo que ahoga a la empresa, las instituciones y la política.
Las empresas se están abriendo a las necesidades de la familia del siglo XXI y están promoviendo la creación de nuevos modelos de trabajo que favorecen el liderazgo femenino y el balance de vida tanto en mujeres como en hombres. Es una realidad que los estilos de trabajo rígido y cerrado ya no son rentables. La pérdida de talento humano por este tipo de estructuras ha metido en crisis al mundo empresarial, por el alto porcentaje de directores y colaboradores cansados, sin expectativas, sin familia y con un bajo índice de
lealtad a su organización.